Opinión

Aprobado General: ¿un falso debate?

Apuntes sobre la necesidad de una escuela pública de calidad

No parecen existir grandes dudas acerca de que, a nivel estudiantil y educativo, el confinamiento agudiza las desigualdades existentes y dificulta aún más la vida académica a aquellos estudiantes con menos recursos. Se ha hablado mucho estos días sobre la brecha digital y cómo su existencia supone que los estudiantes que no disponen de buena conexión o equipos informáticos sigan el formato de docencia online, el único posible dadas las circunstancias. Menos se ha hablado de otro factor importante, y es que esa desigualdad no es sólo fruto de la brecha digital, sino de la situación social y familiar del estudiante: los recursos para el aprendizaje, el ambiente para el estudio, el apoyo que pueda o no recibir por parte de sus familias… En fin, que la primera conclusión que debemos extraer es que la escuela, la docencia presencial, es necesaria para una educación de calidad.

En la medida en la que el estudiante se forma como futura mano de obra, se pierde el sentido integral de la educación y, pese al esfuerzo y dedicación de nuestros maestros, llega un momento en la vida académica de casi todo estudiante en el que queda al descubierto que no somos más que eso: futuros trabajadores anónimos a quienes nos espera una vida de probable precariedad y supervivencia, sin demasiadas opciones a la realización individual y colectiva.

Sin embargo, otra de las conclusiones que se han hecho evidentes a medida que ha ido transcurriendo el periodo de confinamiento es que todo potencial de la escuela como espacio para el pleno desarrollo (individual y colectivo) del estudiante, atención individualizada a sus necesidades y aptitudes, se encuentra desde un primer momento condicionado por factores sociales y económicos. En la medida en la que el estudiante se forma como futura mano de obra, se pierde el sentido integral de la educación y, pese al esfuerzo y dedicación de nuestros maestros, llega un momento en la vida académica de casi todo estudiante en el que queda al descubierto que no somos más que eso: futuros trabajadores anónimos a quienes nos espera una vida de probable precariedad y supervivencia, sin demasiadas opciones a la realización individual y colectiva. Puede que la crudeza de esta afirmación se haga desagradable al lector, pero todo señalamiento y reconocimiento de la realidad está indisolublemente ligado a la posibilidad de su transformación, a la potencialidad real de superación del dramático presente.

Volviendo atrás, ese momento de choque frontal con la realidad a veces ocurre cuando una familia no puede pagar las tasas universitarias; o cuando la necesidad de trabajar de un estudiante se hace incompatible con la vida académica. A veces, simplemente el alumno se ve forzado por su familia a dejar los estudios y otras, las necesidades (sociales, psicológicas, educativas, etc…) del estudiante no se pueden ver atendidas por la falta de medios en los centros. Ocurre recurrentemente que las dificultades sociales y económicas se vinculan a un bajo rendimiento escolar que, progresivamente, expulsa al estudiante del sistema educativo. Tras años de recortes en educación, de subida de las tasas universitarias, de empeoramiento de las condiciones laborales de los docentes (“¡no, mujer, si viven como Dios!”) el problema de la brecha educativa es aún mayor. Y en medio de todo: una pandemia mundial obliga a la suspensión de las clases durante los tres últimos meses de curso escolar.

Imaginad la situación presente desde el reconocimiento de la situación de partida: hijos de familias afectadas por ERTEs y despidos, familiares afectados por el virus, consecuencias psicológicas del encierro, brecha digital… Trágico. Y no difiere mucho de tal calificativo la gestión del problema pues, conforme pasan las semanas, el peso ha recaído en los propios docentes sin directrices claras -ni tampoco demasiadas herramientas- para el ejercicio de su profesión. Mientras tanto, hay quien habla de continuar el curso con normalidad y quienes defendemos la necesidad de atender a la excepcionalidad; quien cree que hay que continuar impartiendo y evaluando contenidos, y quienes creemos que lo que queda de curso debe adecuarse a la situación. Sea como fuere, aún se desconoce la forma de evaluación, y es ahí donde aparece el debate abierto en el seno de la comunidad educativa acerca del controvertido Aprobado General.

¿Y qué es el aprobado general? Depende de con quién hables, y tampoco es que nadie lo tenga muy claro porque, en realidad, pueden ser muchas cosas al mismo tiempo: todo el mundo pasa de curso, aprobado general sólo en la tercera evaluación, se evalúa pero nadie repite curso… El claro ejemplo de la confusión que puede generar la medida está en nuestro país vecino, Italia, cuyos estudiantes han recibido con preocupación -manifestando oposición expresa a la medida- la noticia del aprobado general. Resulta que en Italia las clases continúan online de forma obligatoria y el alumnado será evaluado en base a la frecuencia de “asistencia” a sus clases. Eso sí, no existirá posibilidad de suspender en junio porque -y aquí está el giro dramático de guión- las materias suspensas se recuperarán (o no) en septiembre. Cabe añadir que no existe un plan de apoyo al estudiantado más vulnerable, ni una adaptación de ningún tipo para los estudiantes que utilizan el verano para trabajar.

Si eso es el aprobado general, entonces, ¿qué estamos debatiendo? ¡Claro que es necesaria una readaptación curricular y evaluativa! Pero esa adaptación no puede basarse en consignas mediáticas, sino que debe partir del análisis de la situación presente y las consecuencias que golpean de manera especialmente agresiva a los hijos e hijas de las familias con menos recursos (que no son, precisamente, una minoría de familias). Quizás deberíamos recolocar el debate en otras coordenadas: sea cual sea la forma de evaluar -cuya adaptación es necesaria-, las consecuencias de tres meses sin escuela se extenderán en el tiempo. Por eso, no sólo es importante la adaptación del curso tanto a la realidad presente como a las necesidades del estudiantado, sino que es fundamental garantizar el apoyo específico tras la crisis y eso pasa tanto por evaluar cualitativamente las necesidades del estudiantado como por dotar a las escuelas de recursos, herramientas y planes de desarrollo y orientación.

Quizás señalar las carencias de nuestra educación sea el primer paso: carencias que no se entienden sin relacionar la situación presente con el proceso de privatización y recortes, pero que en última instancia van mucho más allá. Quizás, si algo bueno puede nacer de esta crisis es la reflexión profunda, la apertura de debates y la toma de conciencia sobre la necesidad de transformar radicalmente el modelo educativo, de comenzar a caminar y hacer realidad lo que hoy sólo se expresa en potencia: una educación que realmente atienda a las necesidades académicas, sociales y económicas del estudiantado -y del conjunto de la sociedad-, basado en un criterio de formación integral en el que los estudiantes podamos desarrollar plena y libremente nuestro potencial.

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