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Socialmente iguales; humanamente diferentes; totalmente libres

Ahora que estoy a punto de terminar la carrera, echo la vista atrás hacia toda mi etapa educativa y no pocos recuerdos me asaltan. Hasta los 10 años, viví en un pueblo de Córdoba y tuve una infancia de lo más corriente (o al menos eso me dice mi memoria de niña).

Sin embargo, fue a esa edad también cuando todo cambió bastante. Recuerdo trasladarme de vuelta a Zaragoza con lo justo, y a mi madre preguntándose qué iba a hacer con una niña, un traslado y sin trabajo. Nos instalamos en su barrio natal, una de las zonas donde vivían y viven las familias trabajadoras de la ciudad.

— ¿Pero por qué terminaste la carrera tan mayor, no te gustaba?

— No, hija, no fue eso. Tuve que trabajar mucho para poder pagármela. Además, en la época, tampoco me apoyaron mucho para que estudiara en la universidad, ¿quién iba a ayudar en casa si no?

Recuerdo hacerle la misma pregunta varias veces a lo largo de esos años porque siempre me sorprendía como la primera vez, aunque con los años me di cuenta de que lo raro realmente era que hubiera conseguido terminar la carrera. La realidad empujaba, de muchas formas, a las mujeres como mi madre a casarse no muy tarde y dedicarse al cuidado de la casa y de sus hijos, pero ella se casó tarde y terminó sus estudios superiores sin dejar de cuidar de mí y de nuestra casa.

Tras otro traslado dentro de Zaragoza llegó el instituto y, con ello, nuevas experiencias. Era un instituto nuevo pero sin tizas ni folios. «A ver estos de la Diputación si dan algo, que parece que no saben que existimos» era una frase común que podías oír en boca de cualquier profesor en cualquier momento del día. Estaba a las afueras de la ciudad y allí estudiábamos adolescentes de diversas zonas que luego parece que se traducían en qué clase te tocaba o hasta qué curso llegabas. 2º de la ESO era el corte y, si pasabas, eras un «buen estudiante».

«Ah, sí, esa se fue a hacer una FP de peluquería, creo, y la otra que dices no tenía pinta de que fuera a hacer mucho, trabajando en la tienda esa de sus tíos está».

El barrio de donde procedías, las capacidades económicas de tu familia, sí que importaban: tu futuro estaba marcado desde muy temprano, aunque nadie nunca te preguntó si querías, con suerte, una jornada completa para poder sobrevivir, sin apenas tiempo –y menos dinero– para satisfacer tus inquietudes, tus ganas de aprender.

De esa época también recuerdo algún comentario de algún que otro profesor hacia mi vestimenta; de algún que otro compañero, también. Desde temprano, y en la escuela también, la cultura machista y la violencia reproducían la desigualdad de un sistema que nos tenía preparado a las mujeres un futuro de opresión.

En Bachiller tuve la suerte de estudiar en el extranjero durante un año con una beca completa: otro sistema educativo, otra cultura, pero bastantes similitudes con mi instituto español. En clases como cocina o gestión del hogar la mayoría de estudiantes eran chicas, de esas «que no tiene pinta de que fueran a hacer mucho en el instituto».

Al volver, me di cuenta de todo lo que había aprendido, y de que mi nivel de idioma había subido muchísimo sin tener que pagar academias durante años (bueno, esto tampoco duró demasiado porque luego llegaría la universidad). En 2º de Bachillerato el tiempo pasó rapidísimo y angustiadísimo porque necesitaba una nota de corte muy alta para la carrera. En lo que sí me fijé fue que la mayoría que estudiábamos Humanidades (futuras maestras o filólogas, por ejemplo) éramos chicas. Pocas conocidas tenían intención de estudiar una ingeniería y cuando llegué a la universidad confirmé que no era cosa de mi instituto y que, efectivamente, pocas chicas se decantan por estos estudios.

También pude confirmar cuando empecé mi grado en Traducción e Interpretación que los idiomas seguían siendo una “cosa de chicas”, igual que la Enfermería que escogió mi madre años atrás. No era, sin embargo, solo una cuestión de preferencias, pues esas preferencias estaban fuertemente condicionadas, social y culturalmente.

En mi carrera, entre toda la competitividad por ser la mejor traductora, también me he encontrado con compañeras que tienen que conciliar la vida familiar y la laboral con las tropecientas entregas de cada semana y la presión de ver cómo el resto de su clase tiene un tiempo para estudiar que ellas no tienen. Las oportunidades no son iguales para todas y mientras que cada clase, cada curso, se nos recuerda, con presión, la competitividad de nuestro sector, la realidad se encarga de recordarnos que nuestras posibilidades de trabajar en él están condicionadas por nuestra realidad social y económica o, en otras palabras, por nuestra clase.

Además del gremio traductor, he tenido la oportunidad de conocer el gremio investigador. Desvivirse por sacar las mejores notas (porque si no te quedas sin becas y ya me dirás de qué vives), trabajar sin cobrar o cobrando una cifra simbólica y luchando contra constantes desacreditaciones, son el día a día de un sector que no garantiza el futuro a los jóvenes de familias trabajadoras. Un sector, la investigación, que es rechazado por muchas mujeres por sentirlo incompatible con esas cargas no solo laborales sino que familiares y domésticas. Y es que la mujer continúa asumiendo mayoritariamente esas cargas. El solo hecho de querer ser madre hace que muchas mujeres consideren inviable la realización de un doctorado, cuando no directamente implica un fraudulento despido o, en cualquier caso, una tendencia real a situaciones de mayor temporalidad, parcialidad y precariedad.

Hace ya años que tenía claro lo que quería hacer con mi carrera académica, pero lo que no está tan claro es la manera en la que poder llevarlo a cabo. A lo largo de mi vida estudiantil he ido siendo, cada vez, más consciente de las dificultades que las mujeres hijas de trabajadoras estamos abocadas a afrontar a lo largo de nuestra vida. Precisamente por eso, lo que sí tengo por seguro es la importancia de sumar mi fuerza, nuestra fuerza, al valiente objetivo de transformar radicalmente todas y cada una de las situaciones que he descrito que conforman mi particular experiencia, pero que estoy segura de que han sido también parte de la realidad de muchas otras jóvenes. Las estudiantes, hoy, nos sumamos a la lucha por una sociedad y una educación en la que seamos, por fin, socialmente iguales; humanamente diferentes; totalmente libres.

 

Isabel González Torrents

 

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