No hay excusas
No es ninguna novedad que para muchos estudiantes el período de exámenes sea sinónimo de agobio, frustración y ansiedad. Si esto ha sido así a lo largo de los años es porque los estudiantes vivimos en un sistema educativo reflejo de la sociedad: frenético, enfocado en el resultado y que, en el camino, se va dejando lo que debería ser lo fundamental: enseñar; enseñar pedagógicamente para poner el conocimiento al servicio de toda la sociedad. Nos centramos en aprobar, como máquinas de memorizar no descansamos hasta que vemos un número cinco (o más) en nuestras notas, porque es la dinámica que hemos adquirido y, por lo general, no conocemos otra cosa. No sería una sorpresa que estos mismos motivos fueran a menudo causa de que tantos estudiantes hubieran abandonado la universidad.
En 2020 llegó el tan famoso COVID 19, que ahora es señalado como culpable de todos los problemas. Pero desde marzo del año pasado hasta ahora, una cosa nos ha quedado muy clara a los estudiantes: el virus no es el causante de nuestros problemas, sino que simplemente los evidencia. Saca a la luz años de recortes y privatizaciones y, fundamentalmente, aquellas carencias educacionales que se encuentran en la base de nuestro sistema educativo. Sin embargo, Ministerio y Rectorados echan la culpa a la pandemia y, lo que es peor, nos echan la culpa a nosotros: por no ser comprensivos, no esforzarnos lo suficiente o, incluso, ser responsables de los contagios en la universidad por nuestra falta de cuidado con respecto al virus.
Escuchamos declaraciones como «hacemos todo lo que se puede» o «confiamos en el esfuerzo de toda la comunidad universitaria», mientras cambian de parecer hasta tres veces sobre el comienzo de las clases o la realización de los exámenes y se lo comunican al estudiantado solo con un día de antelación. Todo ello, ignorando deliberadamente las voces del estudiantado que tanto en los órganos de representación como fuera de ellos estamos clamando por una alternativa de evaluación que garantice nuestra salud.
No es que los estudiantes no seamos capaces de comprender la situación tan crítica que supone la pandemia. Vivimos la incertidumbre, tenemos familias, muchas de ellas pasándolo muy mal por culpa del COVID, y muchos hemos perdido familiares y amigos. La cuestión es que no creemos que la solución sea arrimar el hombro todos juntos: quienes nos hacen pagar la crisis y quienes la pagamos, quienes nos empujan al contagio y quienes nos encontramos en la encrucijada de elegir entre nuestra salud y nuestros estudios. Mejor no hablemos de quienes, además de estudiar, tenemos que trabajar. Si ya de por sí los exámenes y el método de evaluación son un problema generalizado para todos los estudiantes, la presión es mayor para aquellos que dependen de una nota para mantener una media u optar a una beca para poder seguir estudiando. A todos ellos, ¿cómo decirles que no se están esforzando lo suficiente, que el problema es que copian?
Se dice de nosotros que nos quejamos demasiado, que no sabemos lo que es el sufrimiento de verdad, se nos culpabiliza de los contagios por «ese afán que tienen los jóvenes por salir de fiesta» cuando la realidad es completamente diferente y aquellos que deseen verla, la encontrarán, porque llevamos meses advirtiendo y reclamando, y la única respuesta que encontramos fue primero el silencio y después la acusación. Solo hace falta darse un paseo por las facultades de cualquier universidad para saber que los estudiantes se sienten abandonados a su suerte. Y es por eso que se quejan, y menos mal que lo hacen, pues lo que comienza como una queja general entre compañeros se convertirá en una lucha por lo que debería ser y no por lo que prometen a diario que será.
Son muchos los docentes que han conseguido dar soluciones a sus estudiantes, que han propuesto exámenes que se adecúan a la situación, modelos que optan por la reflexión y buscando los mejores modelos posibles que permitan demostrar el verdadero conocimiento en la materia. El problema es que las sinergias que empapan la propia universidad, que son reflejo del mundo en el que vivimos, conducen generalmente a lo contrario: persiste el miedo a que los estudiantes copiemos y se convierte en muchos casos en la única preocupación. Cualquiera diría que se les olvida que el estudiantado queremos aprender, que la preocupación por la copia no existiría si de la nota no dependiera en muchos casos nuestro futuro, si tras nuestras ganas de estudiar y sacar adelante la carrera no estuviera el esfuerzo económico de miles de familias trabajadoras. Ese es el verdadero problema -y no la copia- de nuestro sistema educativo: la segregación y la desigualdad de oportunidades para los hijos e hijas de familias trabajadoras. Por no hablar de cómo la evaluación es reflejo de la mercantilización educativa: la universidad es la obtención de un título para el mercado de trabajo y aprender se convierte, a pesar de los buenos docentes que rompen con la presión sistémica, en escupir un conocimiento que nos metemos con embudo, presión y falta de tiempo.
Por si fuera poco, todos estos meses desde el inicio de la pandemia, han traído consecuencias perjudiciales en cuanto a salud mental se refiere. Si antes de la pandemia ya era alarmante y sintomático el alcance de los problemas de ansiedad y depresión entre los jóvenes, el empeoramiento de las condiciones de vida y trabajo de la mayoría de nuestras familias, los ERTES, la incertidumbre, el aumento de la incidencia del virus y una sanidad pública colapsada, el aislamiento, etc… agudizan mucho más la incidencia de los trastornos del tipo de la ansiedad o la depresión, que además en muchos casos se agravan aún más durante los exámenes fruto de la presión ejercida por los condicionantes anteriormente señalados. El ánimo y la motivación que muchos alumnos en otras circunstancias hubieran podido presentar por sus respectivas carreras se ve afectado de forma muy negativa.
Estamos hartos de que todo el mundo hable de nosotros, pero sin nosotros. Queremos formar parte activa de la solución de nuestros problemas. Solo así, con una gestión más democrática y directa, podremos garantizar que se toman las medidas necesarias para que ni nuestra salud ni nuestros estudios estén en riesgo.
Nuestra lucha no acaba aquí, estamos convencidos de que, en esta ocasión y en todas las que se presenten en el futuro, nos van a oír, van a dejar de tratarnos como ese sujeto pasivo que nunca fuimos y que conseguiremos la educación de calidad que tanto necesitamos.
Lucía Muñoz Miranda